
Según la definición de los Formalistas Rusos, lo literario se origina cuando el lenguaje cotidiano es sometido a un procedimiento que produce extrañamiento. Es decir, a partir de un trabajo con el lenguaje que se distancia del lenguaje cotidiano, la cotidianeidad y el objeto mismo, son llevados a una nueva percepción, desautomatizándolos.
Para ello es necesario correr un riesgo, realizar un movimiento que produzca dicho extrañamiento; que produzca literatura.
El riesgo que corre Laura Alcoba es uno mayor. ¿Quién es el narrador de la casa de los conejos? ¿La niña de siete años? No. ¿La Laura adulta que escribe desde París? No completamente.
Éste es el movimiento clave y arriesgado, la apuesta fuerte de esta novela.
En la introducción a la entrevista que le hace Fernanda González Cortiña a la autora de La casa de los conejos, que puede encontrarse en la edición del 27 de abril de 2008 de Página 12, leemos: “En la traducción de La casa de los conejos (Edhasa) del francés a la lengua materna de la autora (hecha por Lepoldo Brizuela, escritor también platense, ganador del Premio Clarín en 1999) se produce un distanciamiento que vuelve la lectura, por momentos, un tanto incómoda”.
Y la incomodidad se produce en el intento de entrar al juego que nos propone una narración que no puede encontrarse fácilmente en los anales de la literatura universal. Pero cuando una apuesta de esta magnitud está llevada a cabo con mano maestra cedemos a la tentación y escuchamos las voces de Laura en un eco que traspasa el tiempo y nos sumerge en un mundo onírico.
La Laura adulta desde París narra en presente, desde la óptica y con la voz de aquella Laura de siete años, los hechos ocurridos en La Plata en los años 1975 y 1976; así lo explica en la primera hoja del libro: …”que si al fin hago este esfuerzo de memoria para hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui[1], no es tanto por recordar como para ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco”.
Entonces, “desde la altura de la niña que fui” nos llega una voz que cuenta los años de la dictadura con notable ternura y precisión, en un lenguaje que no puede ser el de una niña, dejando en ese distanciamiento un lugar para la intromisión esporádica de la otra Laura, sentada en un escritorio en París. En uno de los encuentros que tiene la niña Laura con el Ingeniero puede leerse: “su voz llega hasta mí, ahora, notablemente asordinada”[2].
Con notable ternura y un lenguaje llano, sentimos lo que pudo sentir esa nena en ese contexto. Vemos, desde su ángulo, desde su perspectiva, el terror. Sólo un movimiento de esta índole puede narrar un episodio tan trillado y tan doloroso con tanta efectividad.
La obra se cierra con notable circularidad, con el develamiento de una verdad insoslayable, que siempre estuvo ahí, a la vista de todos, acechando como un lobo feroz.
Visualizo una imagen: la veo a Laura en su país actual, en su ciudad, en su casa, en su habitación, las persianas bajadas, el ambiente a media luz, ella cierra los ojos y entra en sueño, viaja por el tiempo y el espacio, evoca fantasmas, olores, sonrisas, los ojos de Diana, la inseguridad, el “embute” donde se esconden los ejemplares de Evita Montonera, y se pone a escribir… Sólo así podrá exorcizar los fantasmas que habitan en su interior, los fantasmas de un pueblo, de una historia vestida de sangre.
Para ello es necesario correr un riesgo, realizar un movimiento que produzca dicho extrañamiento; que produzca literatura.
El riesgo que corre Laura Alcoba es uno mayor. ¿Quién es el narrador de la casa de los conejos? ¿La niña de siete años? No. ¿La Laura adulta que escribe desde París? No completamente.
Éste es el movimiento clave y arriesgado, la apuesta fuerte de esta novela.
En la introducción a la entrevista que le hace Fernanda González Cortiña a la autora de La casa de los conejos, que puede encontrarse en la edición del 27 de abril de 2008 de Página 12, leemos: “En la traducción de La casa de los conejos (Edhasa) del francés a la lengua materna de la autora (hecha por Lepoldo Brizuela, escritor también platense, ganador del Premio Clarín en 1999) se produce un distanciamiento que vuelve la lectura, por momentos, un tanto incómoda”.
Y la incomodidad se produce en el intento de entrar al juego que nos propone una narración que no puede encontrarse fácilmente en los anales de la literatura universal. Pero cuando una apuesta de esta magnitud está llevada a cabo con mano maestra cedemos a la tentación y escuchamos las voces de Laura en un eco que traspasa el tiempo y nos sumerge en un mundo onírico.
La Laura adulta desde París narra en presente, desde la óptica y con la voz de aquella Laura de siete años, los hechos ocurridos en La Plata en los años 1975 y 1976; así lo explica en la primera hoja del libro: …”que si al fin hago este esfuerzo de memoria para hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui[1], no es tanto por recordar como para ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco”.
Entonces, “desde la altura de la niña que fui” nos llega una voz que cuenta los años de la dictadura con notable ternura y precisión, en un lenguaje que no puede ser el de una niña, dejando en ese distanciamiento un lugar para la intromisión esporádica de la otra Laura, sentada en un escritorio en París. En uno de los encuentros que tiene la niña Laura con el Ingeniero puede leerse: “su voz llega hasta mí, ahora, notablemente asordinada”[2].
Con notable ternura y un lenguaje llano, sentimos lo que pudo sentir esa nena en ese contexto. Vemos, desde su ángulo, desde su perspectiva, el terror. Sólo un movimiento de esta índole puede narrar un episodio tan trillado y tan doloroso con tanta efectividad.
La obra se cierra con notable circularidad, con el develamiento de una verdad insoslayable, que siempre estuvo ahí, a la vista de todos, acechando como un lobo feroz.
Visualizo una imagen: la veo a Laura en su país actual, en su ciudad, en su casa, en su habitación, las persianas bajadas, el ambiente a media luz, ella cierra los ojos y entra en sueño, viaja por el tiempo y el espacio, evoca fantasmas, olores, sonrisas, los ojos de Diana, la inseguridad, el “embute” donde se esconden los ejemplares de Evita Montonera, y se pone a escribir… Sólo así podrá exorcizar los fantasmas que habitan en su interior, los fantasmas de un pueblo, de una historia vestida de sangre.
(*)Laura Alcoba, La casa de los conejos, Buenos Aires, Edhasa, 2008.
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Por Franco Nicoletti