Yo tendría doce años cuando escuché, después de revolver cassettes viejos y despintados en algún cajón perdido, una canción potente como un rayo, que arranca con una frase estrepitosa e inolvidable… (“Pasó de moda el golfo como todo, viste vos”…)
¿Qué me quería decir esa voz? ¿Cómo iba a pasar de moda el golfo, si nunca lo había sido? Yo vivía a orillas del Golfo Nuevo, en Puerto Madryn. ¿Hablaba de ése Golfo? ¿Qué corno era el golfo? No se refería a ése golfo; eso era seguro (“…Como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás…”.)
La canción me taladró la cabeza (“…calles inteligentes, alemanas para armar”), me sacudió la cotidianeidad.
Necesité saber esa canción, cantarla a la par de esa voz, jugar a ser esa voz (“…y muchos marines de los mandarines…”). Pero para cantar mí canción tenía que necesariamente estudiar la letra: la canción de estos tipos no podía prescindir de la letra. Quien le pone a una canción “Queso ruso”, tiene algo para decir. Y el tipo que cantaba me quería decir algo cuando me decía que el golfo había pasado de moda. Nos entendíamos, la moda estaba ahí y un montón de idiotas la seguían; yo trataba de no ser uno más.
El tipo me caía bien.(“...Fijate de qué lado de la mecha te encontrás”) Él me entendía, y yo le entendía la letra de la canción, o mejor: me hacía el que la entendía. Y me armé una justificación para cada fragmento, para cada palabra, para cada voz. (“Y hay algo en vos que está empezando a asustarte”).
Nos dábamos fuerzas entre los dos. Yo escuchando esa canción me sentía fuerte, poderoso… Y a él se lo escuchaba mejor cuando yo lo acompañaba, tratando siempre de imitar su voz de lija suave que prometía un secreto, un misterio (“Quedate esa petaca esa petaca con saliva y nada más”). Así seguí escuchando sus canciones, sus ritmos, sus decires, sus palabras, sus enigmas, las músicas ricoteras, el fraseo directo y oscuro a la vez, que empecé a ver en otros lugares, en las calles, en las paredes, en las carpetas de los compañeros de escuela, en un inconciente colectivo que no necesitaba nombrarse con banderas, porque, simplemente, estaba ahí…
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Tres generaciones han escuchado las canciones de una banda que supo crearse una mística sin precedentes en la historia de nuestra cultura. Frases como “Vamos las bandas”, “Preso en mi ciudad”, “Todo un palo”, “Vivir solo cuesta vida”, “Violencia es mentir”, “Ladrón de mi cerebro”, “Todo preso es político”, “El que abandona no tiene premio”, “Gracias a dios uno no cree en lo que oye”, “El lujo es vulgaridad” son ya parte de nuestro acerbo cultural, fueron cantadas miles de veces en las duchas, en la calles, en los bares, en el fragor de una noche de dolor o de excitación; pintadas en paredes y en banderas, en tatuajes, en remeras; fueron sufridas y gozadas, en compañía y en soledad, por chicos de 12 años, 24, 36 o 47 años de todos los rincones de nuestro país, de clase pobre, media o alta. Todos los que escuchamos y escucharemos a esta banda legendaria relacionamos uno o muchos episodios de nuestra vida con sus canciones.
Nos dábamos fuerzas entre los dos. Yo escuchando esa canción me sentía fuerte, poderoso… Y a él se lo escuchaba mejor cuando yo lo acompañaba, tratando siempre de imitar su voz de lija suave que prometía un secreto, un misterio (“Quedate esa petaca esa petaca con saliva y nada más”). Así seguí escuchando sus canciones, sus ritmos, sus decires, sus palabras, sus enigmas, las músicas ricoteras, el fraseo directo y oscuro a la vez, que empecé a ver en otros lugares, en las calles, en las paredes, en las carpetas de los compañeros de escuela, en un inconciente colectivo que no necesitaba nombrarse con banderas, porque, simplemente, estaba ahí…
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Tres generaciones han escuchado las canciones de una banda que supo crearse una mística sin precedentes en la historia de nuestra cultura. Frases como “Vamos las bandas”, “Preso en mi ciudad”, “Todo un palo”, “Vivir solo cuesta vida”, “Violencia es mentir”, “Ladrón de mi cerebro”, “Todo preso es político”, “El que abandona no tiene premio”, “Gracias a dios uno no cree en lo que oye”, “El lujo es vulgaridad” son ya parte de nuestro acerbo cultural, fueron cantadas miles de veces en las duchas, en la calles, en los bares, en el fragor de una noche de dolor o de excitación; pintadas en paredes y en banderas, en tatuajes, en remeras; fueron sufridas y gozadas, en compañía y en soledad, por chicos de 12 años, 24, 36 o 47 años de todos los rincones de nuestro país, de clase pobre, media o alta. Todos los que escuchamos y escucharemos a esta banda legendaria relacionamos uno o muchos episodios de nuestra vida con sus canciones.
No es el lugar para plantear qué es y qué no es popular. Dos cosas podemos decir: Uno: no hay manera de creer que lo “popular” tiene o debe ser “fácil”, “chato”, “sencillo”, y por tanto “malo”. No podemos pensarlo después de escuchar esta música, estas letras, este sentir. Dos: los Redondos, sin duda, son populares, porque tres generaciones (al momento) hacen de esta música, de estas canciones, de este lenguaje, de este pensar y sentir, una parte inamovible de su identidad.
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El 21 y 22 de diciembre en la ciudad de La Plata el Indio Solari volvió a los escenarios, esta vez como solista, después de tres shows durante el 2008. Gente de los puntos más dispares del país se congregaron en la ciudad para esta verdadera fiesta del rock. Multitudes coparon las calles en espera del recital del sábado anunciado para las 21 horas, hora en la que el estadio estaba completo: unas 35 mil personas esperaban el momento crucial entre cánticos y tensiones eléctricas. Alrededor de las 22,20 se apagaron las luces y el Indio salió a escena con temas de su último disco Porco Rex. Pero la misa no estaba completa hasta que un acorde hizo enardecer a la multitud, era: Me matan, Limón!. La fiebre ricotera inundó La Plata: Maldición va a ser un día hermoso, Nadie es perfecto, Ñam fri fruli fali fru, Un ángel para tu soledad, Mariposa Pontiac - Rock del país, Juguetes Perdidos, alternados con temas de sus dos discos como solista. La fiesta terminó como siempre con el infaltable Ji ji ji, el pogo más grande del mundo.
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Tengo para mí que con el correr de los años esta banda en lugar de caer en popularidad va a crecer. Porque lo bueno resiste al tiempo y se mantiene actual siempre.
Los redondos son una manera de pensar la realidad social y subjetiva, un sentir popular unido a otra forma popular: la música. Un combo perfecto. Eso es para nosotros. Un combo perfecto. Porque como me dijo un ricotero en pleno recital, los que crecimos escuchando a los Redondos los vamos a seguir escuchando siempre.
El cántico le da la razón: “soy redondito… hasta que me mueeeeera”.
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Por Franco Nicoletti