domingo, 28 de diciembre de 2008

Un viaje redondo...



Yo tendría doce años cuando escuché, después de revolver cassettes viejos y despintados en algún cajón perdido, una canción potente como un rayo, que arranca con una frase estrepitosa e inolvidable… (“Pasó de moda el golfo como todo, viste vos”…)
¿Qué me quería decir esa voz? ¿Cómo iba a pasar de moda el golfo, si nunca lo había sido? Yo vivía a orillas del Golfo Nuevo, en Puerto Madryn. ¿Hablaba de ése Golfo? ¿Qué corno era el golfo? No se refería a ése golfo; eso era seguro (“…Como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás…”.)
La canción me taladró la cabeza (“…calles inteligentes, alemanas para armar”), me sacudió la cotidianeidad.
Necesité saber esa canción, cantarla a la par de esa voz, jugar a ser esa voz (“…y muchos marines de los mandarines…”). Pero para cantar mí canción tenía que necesariamente estudiar la letra: la canción de estos tipos no podía prescindir de la letra. Quien le pone a una canción “Queso ruso”, tiene algo para decir. Y el tipo que cantaba me quería decir algo cuando me decía que el golfo había pasado de moda. Nos entendíamos, la moda estaba ahí y un montón de idiotas la seguían; yo trataba de no ser uno más.
El tipo me caía bien.(“...Fijate de qué lado de la mecha te encontrás”) Él me entendía, y yo le entendía la letra de la canción, o mejor: me hacía el que la entendía. Y me armé una justificación para cada fragmento, para cada palabra, para cada voz. (“Y hay algo en vos que está empezando a asustarte”).
Nos dábamos fuerzas entre los dos. Yo escuchando esa canción me sentía fuerte, poderoso… Y a él se lo escuchaba mejor cuando yo lo acompañaba, tratando siempre de imitar su voz de lija suave que prometía un secreto, un misterio (“Quedate esa petaca esa petaca con saliva y nada más”). Así seguí escuchando sus canciones, sus ritmos, sus decires, sus palabras, sus enigmas, las músicas ricoteras, el fraseo directo y oscuro a la vez, que empecé a ver en otros lugares, en las calles, en las paredes, en las carpetas de los compañeros de escuela, en un inconciente colectivo que no necesitaba nombrarse con banderas, porque, simplemente, estaba ahí…

***

Tres generaciones han escuchado las canciones de una banda que supo crearse una mística sin precedentes en la historia de nuestra cultura. Frases como “Vamos las bandas”, “Preso en mi ciudad”, “Todo un palo”, “Vivir solo cuesta vida”, “Violencia es mentir”, “Ladrón de mi cerebro”, “Todo preso es político”, “El que abandona no tiene premio”, “Gracias a dios uno no cree en lo que oye”, “El lujo es vulgaridad” son ya parte de nuestro acerbo cultural, fueron cantadas miles de veces en las duchas, en la calles, en los bares, en el fragor de una noche de dolor o de excitación; pintadas en paredes y en banderas, en tatuajes, en remeras; fueron sufridas y gozadas, en compañía y en soledad, por chicos de 12 años, 24, 36 o 47 años de todos los rincones de nuestro país, de clase pobre, media o alta. Todos los que escuchamos y escucharemos a esta banda legendaria relacionamos uno o muchos episodios de nuestra vida con sus canciones.

No es el lugar para plantear qué es y qué no es popular. Dos cosas podemos decir: Uno: no hay manera de creer que lo “popular” tiene o debe ser “fácil”, “chato”, “sencillo”, y por tanto “malo”. No podemos pensarlo después de escuchar esta música, estas letras, este sentir. Dos: los Redondos, sin duda, son populares, porque tres generaciones (al momento) hacen de esta música, de estas canciones, de este lenguaje, de este pensar y sentir, una parte inamovible de su identidad.

***

El 21 y 22 de diciembre en la ciudad de La Plata el Indio Solari volvió a los escenarios, esta vez como solista, después de tres shows durante el 2008. Gente de los puntos más dispares del país se congregaron en la ciudad para esta verdadera fiesta del rock. Multitudes coparon las calles en espera del recital del sábado anunciado para las 21 horas, hora en la que el estadio estaba completo: unas 35 mil personas esperaban el momento crucial entre cánticos y tensiones eléctricas. Alrededor de las 22,20 se apagaron las luces y el Indio salió a escena con temas de su último disco Porco Rex. Pero la misa no estaba completa hasta que un acorde hizo enardecer a la multitud, era: Me matan, Limón!. La fiebre ricotera inundó La Plata: Maldición va a ser un día hermoso, Nadie es perfecto, Ñam fri fruli fali fru, Un ángel para tu soledad, Mariposa Pontiac - Rock del país, Juguetes Perdidos, alternados con temas de sus dos discos como solista. La fiesta terminó como siempre con el infaltable Ji ji ji, el pogo más grande del mundo.

***

Tengo para mí que con el correr de los años esta banda en lugar de caer en popularidad va a crecer. Porque lo bueno resiste al tiempo y se mantiene actual siempre.
Los redondos son una manera de pensar la realidad social y subjetiva, un sentir popular unido a otra forma popular: la música. Un combo perfecto. Eso es para nosotros. Un combo perfecto. Porque como me dijo un ricotero en pleno recital, los que crecimos escuchando a los Redondos los vamos a seguir escuchando siempre.
El cántico le da la razón: “soy redondito… hasta que me mueeeeera”.
**
Por Franco Nicoletti

jueves, 4 de diciembre de 2008

Malditos los libros




Mi biblioteca es yo. Y ahí tengo mis historias convertidas en libros; las vidas que no viví, las vidas que quisiera vivir o que, al menos, osé espiar. Mis primeras lecturas se limitan a Patoruzito y Mafalda; pongamos, a los ocho años de edad. Quizá porque los dibujitos de las historietas me llamaban más que todas esas letras juntas que me suponían una atención que no podía brindar.
Mi infancia fue una pelota y el barrio; las piernas rotas de potrear, la cara sucia y los nervios a flor de piel: fui “cazador” de arañas y lagartijas, de pájaros y de insectos; pongamos a los nueve. “Jugador” de béisbol, básquet y fútbol; visitador diario de playa y mar. Cambié Catecismo por Básquet y la iglesia por paseos con mi perra por la playa o el bosque, pongamos a los diez.
Probé mi primer cigarrillo y mis primeras bebidas alcohólicas, pongamos a los doce. Usurpé una construcción abandonada, pongamos a los trece, al compás de Guns n´Roses, Metallica y Los redondos, y metí los primeros manotazos de amor.
Tarde, mucho más tarde, y qué tarde… empecé a leer. 16 o 17 años; esa fue la edad en que entendí que en los libros había algo que nunca había imaginado. Mi mamá me lo dijo siempre y yo la terminé escuchando gracias a su insistencia. García Márquez, Sábato y Bioy Casares. Fui un chico de lugares comunes. Doce cuentos peregrinos, Crónica de una muerte anunciada, El túnel, La invención de Morel. Después Kafka y Dostoievski como dos patadas en la nuca. El proceso y El jugador, fueron las dos novelas que me hicieron creer que alguna vez yo sería escritor. Después terminé la secundaria y empecé a estudiar Letras y descubrí infinidad de autores que me hicieron notar que no era tan fácil ser escritor. Hoy, quizá siguiendo el precepto del inagotable Gorgie, amo más la lectura que la escritura. Y cómo… Y cuánto… Yo diría que se volvió una enfermedad.
Existen varios motivos por los que abandoné la Facultad cuando ya cursaba materias de cuarto y quinto año. Creo que el verdadero motivo de mi abandono fue la misma pasión por la lectura, poco compatible con la sistematización y la disciplina que requiere una formación universitaria. Yo quería leer Todorov, Shklovski, Bajtín, Borges, Arlt, Descartes o Nietzsche y la señora Universidad me ordenaba leer La celestina o Rubén Dario. Yo quería leer Poe, Caparrós, Sófocles o Shakespeare y la señora Universidad me ordenaba leer Shklovski, Bajtín o Todorov.
De los recuerdos que tengo de la Facultad, retengo con especial afecto cuando nos escapábamos de las aulas con un amigo, y nos sentábamos en los pasillos a conversar de autores, de libros, de mundos, de vidas.
Mi mundo estaba en los pasillos, no en el aula.
Alguien dijo: “los escritores se forjan en los pasillos, los críticos en las aulas”. No sé qué hay de cierto, pero yo me siento más identificado con los pasillos de la Universidad que con las aulas.

Segundo motivo de mi abandono académico: trabajé en una biblioteca.
Los libros estaban en el primer piso, en total silencio. Las estanterías de dos metros y medio de altura separadas por unos setenta centímetros entre sí. Por las mañanas, me tomaba diez o quince minutos, alguna vez veinte, para mirar los libros. Husmeaba los índices de ediciones empolvadas, programaba lecturas, conocía autores, traducciones, editoriales. Entendí que ése era el lugar donde quería estar.
Yo quería ser parte de ése mundo, y quería que ése mundo fuera parte de mí.

Así que con el correr de los años armé mi mundito dentro de mi casa. Mi biblioteca es modesta. Y aunque alguien pueda creer que está desordenada, yo sé exactamente qué libros tengo y cuales no, dónde están, dónde los compré, o de donde los saqué. Por ejemplo…
Entre los legados familiares puedo mencionar con orgullo: El jugador, de Dostoievski, Editorial Petronio, Barcelona, 1970; El proceso de Kafka, Losada, Buenos Aires, 1939; Obras completas de Graham Greene, Tomo 8, Seix Barral, Barcelona, 1988; y una Divina Comedia traducida por Bartolomé Mitre, Editorial Tor, Buenos Aires, 1946.

De Buenos Aires, de calle Corrientes: Comentarios a los tres tomos de EL CAPITAL tomo 1 de David Rosemberg. Lo curioso es que en la portada el libro tiene un sello. Puede leerse: BIBLIOTECA NACIONAL “José Martí” La Habana–Cuba. CANJE. Vaya uno a saber cómo llegó este libro a Buenos Aires.
De calle Florida; de una librería que está junto a otras en un subsuelo a pocas cuadras de Plaza San Martín, Los siete locos, de Arlt, Losada, Buenos Aires, 1958.
El Rey de la máscara de oro, de Marcel Schwob, de Carloz Paz, Córdoba, editorial Abraxas. Los de abajo, de Mariano Azuela, de una librería pequeña de diagonal 77 en La Plata.
Otros de los libros que más afecto les tengo son:
Presencias reales, de George Steiner; quizá sea el libro de ensayos que más rápido leí; Las ciento y Una–Cartas Quilotanas, el famoso debate entre Sarmiento y Alberdi, también de editorial Losada; Facundo, de Sarmiento, colección LA NACIÓN; Ensayos críticos de Roland Barthes por Seix Barral; Tragedias de Esquilo, Eurípides y Sófocles, de Gredos; Formas breves, de Piglia, edicion de Temas Grupo Editor; Las palabras y las cosas, de Michel Foucault; Los ríos profundos, de Argüedas; Hijo de Hombre, de Roa Bastos; El cartero llama dos veces, de James Cain. Algunos, sólo algunos…

De ahí al fetichismo: un paso. Es que el libro es un objeto de consumo, sí, el maldito capitalismo siempre está ahí, al acecho. Y pienso: tengo que controlarme. Y me dicen: tenés que controlarte. Sí, es verdad. Pero a veces no les hago caso.
Es que el libro representa la posibilidad de otra cosa; la posibilidad de una aventura, de una experiencia siempre nueva y única. Es un viaje, un sueño, un deseo.
Una creación es una verdad que antes no existía, una realidad diferente. Una amplitud. Y cuando la cotidianeidad me aplasta, cuando siento que el mundo no es lo que quisiera, cuando la tristeza me invade y la impotencia me consume, tengo mis libros. Sé que en esas hojas hay otra cosa, que esos objetos con letras pueden mostrarme otra realidad y hacerme creer que todavía se puede cambiar. Me hacen sentir que otro mundo, otra vida, está latente. Son una esperanza. Un canto. Mi fe; mi Dios.
Un par de años después volví a las estanterías silenciosas del primer piso de aquella biblioteca. Yo también en silencio, acaricié los libros, los saludé, les agradecí. Sé que me sintieron.

...


Por Franco Nicoletti