miércoles, 21 de enero de 2009

Ardiente Paciencia


Un señor de unos 50 años me pide “Ardiente paciencia” de Skármeta. Voy hasta el estante y compruebo que no está. Entonces corroboro en la base de datos. El stock está en cero. Me fijo como alternativa la edición titulada “El cartero de Neruda”. Tomo el ejemplar, se lo acerco al cliente y le explico:

-Me quedó esta edición que se llama “El cartero de Neruda” por la película. Es el mismo libro pero después de la película para vender más y que la gente asociara el libro con la película le cambiaron el título.
-Ah, no, pero no es este. Tiene que decir “Ardiente paciencia”.
-Sí, es el mismo libro, es “Ardiente paciencia”. Lo que pasa es que a la película le pusieron “El cartero de Neruda”, entonces ahora le ponen al libro también “El cantero de Neruda”. Es lo mismo.
-Ah, no. Pero tiene que decir “Ardiente paciencia”. No le va a servir.
-No esa edición no tengo –le digo dándome por vencido.

El hombre se va y rápidamente una señora se me acerca:

-Hola, mi hijo necesita el Poema del Mío Çid. ¡Ese libro es más viejo! lo leía yo cuando iba a primero inferior y todavía lo dan, ¿podés creer? ¿por qué no les dan algo más moderno?
-Bueno, pero es un libro que vale la pena leer.
-Pero los chicos se aburren. ¿Lo tenés?
Se me acaban los argumentos, no tengo ganas de defender al Çid. Le alcanzo un ejemplar, nos saludamos amablemente. Estoy cansado.
Suena el teléfono, me taladra la cabeza, una y otra vez, riiinggg, riiiing. Un cliente al pasar me dice:
-¿Por qué no atienden el teléfono?
-En el piso de arriba hay cuatro personas atendiendo.

A veces siento que digo cosas que no quiero decir. Hablamos de Bukowski y de Kerouac. Me gusta compartir sentimientos con los clientes. Mientras hablamos nos interrumpe una señora. Le digo que me espere, pero insiste con tanta vehemencia que le pido disculpas a mi nuevo amigo y me dedico a la señora, que me dice:
-Busco un libro de (editorial) Cántaro, algo de la Carlota.
Pienso unos segundos, hay momentos en que la cabeza no me funciona bien, se me saturan los canales de pensamiento y tardo varios segundos en entender que una persona quiere un libro de Borges o Kafka. Asocio ideas: Cántaro, Carlota…
-¿Estudio en escarlata? -pregunto
-¡Ese! –afirma la señora.
Hay días que las cosas fluyen mejor y hay días que no. Y en el medio estoy yo. Le pongo otra gota de paciencia a la balanza. Quizá yo hago lo mismo en la ferretería…

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Por Franco Nicoletti

lunes, 12 de enero de 2009

Fabián Casas: un pálpito y una fajita en mi honor


“Debo ser uno de los últimos argentinos en enterarse de que
Fabián Casas es un gran escritor. Pero ¿por qué es tan bueno?”.
Gonzalo Garcés


La frase del epígrafe –autoría de Gonzalo Garcés, escritor argentino, Premio Seix Barral en el año 2000– retirada de la Revista Ñ, oficia, hoy, de propaganda para uno de los libros de Fabián Casas: es la inscripción que figura en la faja que rodea a dicho libro.

Tal cual: hace unos meses, Garcés escribió un artículo en la mentada revista, en el que se maldecía por haber llegado tarde a la literatura de Fabián Casas. Y se proponía explicar por qué le parecía un buen escritor: “un gran escritor”. Como sea, ahora me toca a mí, y voy a ser sincero: no quiero orientar ni promocionar la literatura de Casas, sólo quiero mi fajita de honor coronando sus libros. Pero mientras me esfuerzo en hacer lo segundo, voy a intentar con lo primero.

La cuestión es la siguiente: soy de los que creen que, en materia de literatura, nunca se llega tarde. Soy de los que creen que esa idea –la supuesta virtud de “descubrir” un autor antes que otros– es parte de la mitología libresca, la misma que instituye, por ejemplo, las edades a las que se “debe” leer un clásico. No hay virtud ninguna en ese gesto: uno puede leer un buen libro a los 14 (o ya que estamos, a los 5 años) sin que por eso demuestre algún tipo de valor literario: en todo caso, se regala a sí mismo un puntito a favor para cuando ese acto, la lectura prematura, rinda alguna ganancia en el círculo de pares o en el mercado de signos de distinción que alimenta a la mitología que, más tarde o más temprano, estimula la dinámica de compra-venta de objetos culturales.
No sé en qué posición estoy yo en el ranking de los lectores que se “enteraron” de que Fabián Casas “es un gran escritor”. Pero puedo decir lo siguiente: yo palpité su escritura –su literatura– antes, siquiera, de leerla. Y es así: uno puede llegar “tarde” a un libro, es decir, leerlo cuando su autor está consagrado, o cuando el mercado literario (del cual, obviamente, las revistas como Ñ son parte fundamental) lo ha puesto a circular o cuando ese mercado se ha visto obligado a hacerlo circular por la aceptación que el autor ha tenido por parte de los lectores. Pero uno, también, puede palpitar esa escritura aún desconociendo su existencia. Cada libro que no nos satisface es una confirmación de nuestra necesidad de aquellos que esperan por satisfacernos.

Una y otra vez, ensayé explicaciones sobre los atributos que convierten a Casas en un gran escritor, y a su literatura en gran literatura. Llegué a una conclusión: no puedo explicarlo. Pero no porque sea inexplicable (en todo caso, es explicable mi incapacidad de explicación) sino porque, en mi caso, el placer de leer a Casas se remite a una experiencia corporal, espiritual, vital. Como el sexo. O como la música. Su calidad, en mí consideración, no depende de la habilidad de explicarla, sino en la sensualidad de su experimentación.
¿Pero acaso una –la explicación– y otra –la experimentación– son experiencias excluyentes? De ninguna manera. Más de una vez, una explicación –una crítica leída, una recomendación oída– nos estimulan a leer, oír o ver una obra (un libro, una canción, una película) armados de cierta información que la/s vuelve preciosa/s. Tampoco me estoy haciendo el anti-intelectual: la teoría –incluida, claro, aquella que nos dota de un sistema de lectura– es necesaria. ¿Entonces? Entonces: apenas si estoy intentando generar una frase linda para que, algún día, un editor me premie con una fajita promocionando los libros de un escritor al que, una vez, llegué de golpe, sin recomendación, con la guardia baja, desprevenido. Un escritor al que llegué sin querer queriendo: de esa experiencia guardo el intenso impacto de un deja-vu: la ambigua sensación de haberlo leído ya, y el feliz extrañamiento frente a lo nuevo. Es que lo estaba necesitando, como se necesita de una buena canción o de buen sexo.
Digo, pues: vale la pena y la alegría leer a Casas. Sus cuentos, sus poesías y sus ensayos. Y hay que leerlo ahora, mientras amasamos nuestras expectativas por lo que esté engendrando o pariendo. Ya nos ha demostrado –a mí, a Garcés- que su sistema creativo está en punto caramelo: es un impecable lector –de libros, sí, pero también de situaciones de vida, de la televisión, del fútbol, del cine, del periodismo, de la música, y de los entornos de una y otra actividad. (De hecho, Casas ha demostrado ser un analista “letal” del mundo mediático, equilibrado, irónico, mil veces más inteligente que el torpe tiroteo moral de un José Pablo Feinmann, buen lector de filosofía pero pésimo expectador de televisión). Decía: es un impecable lector y un afinado escritor. ¿Qué cómo lo sé? No rompan: ¡déjense de joder y léanlo!

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Por Mariano Fernández